sábado, agosto 26, 2006

POEMAS NOVIEMBRE 2003

POEMAS NOVIEMBRE 2003

A la atención de Eladio Algarra para su publicación cuando sea conveniente. Saludos


En las escaleras de la Marina
Centenarios torreones al sol.
Un soldado recluta hace guardia.
Verdad que triste se encuentra
Dentro de su torpe aliño indumentario.
Siente hambre de madre y
Sed de su lejana montañosa tierra.
Es de Potes y su nombre
Benigno.






Poema desempolvado de hace casi cuatro décadas. Una día que me tocó hacer la “desinfección”
con mi amigo Betoret Paneque en la Compañía de Mar, allá en 1966.



















Solo tú, Melilla,
Lejana y cercana.
Con mis anhelos y deseos,
De siempre solo tú,
Melilla lejana y cercana
Siempre estás en mi corazón.












Con cariño hacia mi ciudad




















Para unos algunas palabras pinchan
Y para otros son amorosas.
Igual que los rosales pinchan
Y se les cogen las rosas.




No es mío, pero ¿ a que es bello y hermoso?.
Por eso deseo que la publiqueis. Con mi agradecimiento









Algunas mujeres con los ojos dicen:
”Júrgame”,
Y con el corazón:
“Como me jurgues, te mato”.





Con cariño para todas las mujeres,
y en especial a mi esposa Ana


















“Lo asió por las partes bajas, y primero que lo soltó, dió con él muerto en tierra (.....) saliéndose con las criadillas en la mano”.
(Barrionuevo)


Yo se lo aplico a los cabrones y cobardes que maltratan y matan a sus parejas






























Con una blusa de flores la Primavera
Guapa y amante cubre
Cada vez que sale al viento,
Al árbol que la pretende.




Dos grandes pensiles
Como pañuelos de flores,
Son los hermanos melillenses,
Hernández y Lobera.
Mis parques.
.





A la Primavera y a nuestros parques






















La ciudad cabe en mi alma
Es azul y española,
En África se encuentra
Como un pensil recién regado.




A Melilla, con cariño.
























Clara y transparente poesía, escrita con el devoto cariño y con el amor lleno de armonía. Aunque los versos sean pobres de rimbombante asonancia de acordeón, intento que siempre sean ricos de palabras cargadas de afecto en el lenguaje poético. Versos largos nocturnos, rayando con suavidad el silencio. Queriendo mover el alma e intentar limpiarla de pensamientos erróneos. Deseando refrescar la sequedad del estío bajo una sombra y calentar las frías noches invernales en el hogar. El poeta (yo intento serlo) aunque salga por la línea tangente de sus versos libres, sin metro fijo o determinado, siempre está de acuerdo con sus escritos. Algunas veces y sin notarlo apenas, a mi me sale la vena lírica donde torpemente intento comunicar mis propias emociones. Es donde hablo de los seres amados que se fueron y de los que aún me quedan. Los poemas con versos imbricados, pero marchitos, con aire viejo y de olor a cueva húmeda como las minas en las entrañas de El Pueblo o de La Alcazaba, los leo con atención y al final del último verso me hace ser dormitivo; pero siempre ilustran mi alma, como los que siempre dedico a mi familía.
Yo pienso que el escribir es como viajar en una nube donde nadie puede verte, a no ser que use unos prismaticos (te lean).


La Purísima, cementerio con árboles duros e invernizos en su entrada, y de flores frescas en sus blancos patios marmóreos. Allí fue con dolor donde los abandoné en sus tumbas silenciosas. Rodeados de héroes desconocidos junto a sus padres, mis abuelos. Todos ellos amparados por el brillante Angel con sus alas de bronce agitándolas y saludando al mar que tanto amaron.












Juan J. Aranda







Atesoro en mi mente calles y gente, donde las nubes blancas de las mañanas acariciaban los tejados luminosos de mi barrio. Había días que en la suave luz del atardecer se palpaba un silencio de sosiego por las estrechas alamedas mal cuidadas del Lobera; parque que servía de juegos en su frontón y de amores escondidos en sus bancos de piedra. Las niñas de la Divina Infantita retozaban cercanas a nosotros, niños de pantalones cortos por la rodillas, intercambiando notas de curioso amor infantil bajo la atenta y benévola mirada de la monja carabina. Estas niñas eran corcheas y semicorcheas melódicas de cristal como las alas de las mariposas flotando entre los rayos de sol de un atardecer. Algunas tardes que no venían nos parecían bucólicas y se podían escuchar los sonidos de la naturaleza, de nuestras pisadas sobre las agujas muertas de los pinos, donde solo eran interrumpidos por el trino de los pájaros o de algún motor ahogado de un coche subiendo la cuesta del Kursaal, como la llamaba mi madre. El guarda-parques, con su sempiterno cigarrillo en los labios, decía que eran los niños meones y revoltosos quienes los destrozaban, cuando la realidad era que no había suficientes jardineros para cuidar sus pensiles. Estos niños (yo entre ellos) iban algunas tardes de verano a La Alcazaba, cuando las olas en la Ensenada de los Galápagos lamían con suavidad la arena de la pequeña playa, impregnando de yodo y salitre el aire del estío. A veces nadábamos con temor porque decían que allí se refugiaba un lobo marino que tenía su familia en Las Chafarinas. Cuando lo hacíamos en busca de mejillones (algunos decían morcillones) hacia las rocas de la pequeña tana nuestros gritos infantiles resonaban entre las barbacanas de la Muralla Real como un órgano ronco falto de un luthier, levantando la densa calma abovedada y algún grito y mirada conminatoria desde el puente del estrecho, húmedo y largo túnel de La Alcazaba.
En invierno a veces la lluvia, con sus rúbricas del cielo, parecía un pariente del demonio acoplándose con las azules aguas de sus acantilados bramando con fiereza.




En recuerdo de mi amigo y vecino Rogelio Jiménez Rodríguez, cuarto de seis hermanos, que quedó cojo al caer por las rocas de La Alcazaba. No tenía ni diez años.














El niño, de comunión cumplida, no era tonto pero iba siempre detrás de su sombra para atraparla. Era Agapito, feísimo y único hijo. Nombre de risa que rima con pito y también con que me irrito. Por eso siempre que oía su nombre en plan de guasa y de chufla, tocábase su bragueta de dos botones, respondiendo: “tócame el pito”. Su madre, también de nombre con risa, era la señora Prisca, rimando con arisca, que lo era mucho, y con sus voces y pisadas alocadas de trisca. El padre era el señor Odón, siempre zamborondón y en su casa, lógicamente, era el segundón sin ser respondón, que rima igualmente con lo que están ustedes pensando: el condón. Pobre señor Odón al que llamaban con escarnio, por usarlo a menudo: señor Condón. También le gustaba sestear su nube etílica, cogida en Casa Carmelo en la Cañada, toda llena de Valdepeñas. En verano su puerta era baldeada cada tarde para refrescarla de la solanera del mediodía. La madre, sin ser fina ni ilustrada decía: “Voy a enlustrecer mi hogar”, dejándolo con olor a comida rancia y a cebolla y limones podridos que siempre compraba a últimas horas en el Rastro, por su baratura.
Cuando el sol aún se resistía dejarle paso a la luna las muchachas pasaban muy acicaladas, con resto de vinagre en sus suaves y poco aclarados cabellos, y perfumadas con agua de olor, como mi abuela llamaba a la colonia. Todas iban con sus mejores vestidos, contoneándose con gracia, muy ufanas y risueñas de algo que solo ellas sabían. Al final de la calle al doblar la esquina de un callejón, letrina de los niños y de algún borrachín de esfínter dilatado, siempre asomaban dos o tres mocetones recién lavados y engominados con sus ropas domingueras. El Nacional, en segunda sección de tarde primero, y a la salida La Flor de Melilla, La Cave y la Avenida con su paseo sin coches, los esperaban hasta que el toque de retreta sonaba en todos los cuarteles.


Esto es una historia inventada que pudo ocurrir en la Melilla de mi niñez.














RECUERDOS


Las mañanas eran silenciosas donde solo se escuchaban como una ligera brisa, a través de las calles de Castellón y Duque de la Torre, las campanas del Sagrado Corazón. La voz del “ropavieja”, que te cambiaba un pantalón engolillado y envejecido por un jarrillo de lata o por un vaso de duralex. El anacrónico y romántico cañonazo, antaño de los libertos del Presidio, de las doce del mediodía, disparado desde la Batería de Costa en lo alto del cerro de Ataque Seco, eran como la señal de salida de una carrera de velocidad donde los niños del colegio de Ataque Seco, ahora llamado España, salíamos como animales despavoridos por las escaleras bajo las regañinas de don Domingo y de Villalta, el conserje que repartía la leche en polvo y cortaba el queso, donde dos manos se estrechaban; limosna de los americanos en porciones lo más equitativas que podía y que a veces servía de purgante para algunos de nosotros muchas mañanas invernales cuando formábamos militarmente en el patio antes de entrar en clase. Las doce del mediodía era la hora de la venida de muchas mujeres del vetusto mercado de la calle del General Margallo. Algunas de ellas iban al Polígono porque decían que las verduras y hortalizas eran más baratas. Algunos puestos del Rastro no lo eran tales porque carecían de mesas expendedoras y las despachaban amontonadas en el suelo sobre unos sacos húmedos. Los cafetines estaban llenos de gente; donde la mayoría de parroquianos consumían a pequeños sorbos un vaso de té en varias horas de cháchara. Los pequeños y fuertes borricos ungulados, con grandes albardas vacías y con sus largas orejas peludas, esperaban pacientemente a la puerta del cafetín, que solo movían como requiebro amoroso al ver pasar una de sus congéneres, llevando como carga un señor con chilaba parda, en pleno verano, y rozando sus babuchas por el suelo. El rebuzno-piropo era soltado si a la “dama” se la veía receptiva.
Los bares “La Maja” y “El Mortero” se hallaban cada uno en una esquina del antiguo edificio cuadrilongo, y en el centro de la acera, en una vieja trapería, se podía comprar desde un viejo y oxidado clavo a una romana recién hecha por encargo, con más pena que gloria, por el herrero, de gran cacumen inteligente, cercano a los zapateros remendones, donde todos eran judíos, incluído el señor Alberto, el latero. Pepe el carbonero era cristiano.


Cualquier día en Melilla en los años 1940 y 1950.