Recuerdos de cometas 31/05/03
RECUERDOS DE COMETAS EN EL CERRO DE ATAQUE SECO
El hombre poseía una ventruda damajuana que siempre estaba llena de vino clarete de Casa de Ventaja, en la Plaza de Toros. La llenaba allí porque decía que en su barrio había muchas lenguas misóginas de hombres (machistas quería decir) y viperinas de mujeres. Siempre iba montado en un pequeño carro tirado por un borrico dando barquinazos por todas las calles, “Qué hombre más tranquilón”, decían; pero lo que mucha gente ignoraba es que iba medio dormido por la “jumera” que casi siempre llevaba encima. Él decía que recogía la detritus de la civilización melillense. El hombre sabía hablar muy bien y no le agradaba que le tomasen por recogedor de desperdicios para los marranos que criaba en unas cochineras en la Cuesta de la Viña. Uno de sus hijos, el más chiquitillo, siempre tenía buenos juguetes para aquéllos años de escasez. Los demás niños, crueles y envidiosos, le decían que su padre los recogía de la basura, cuando al parecer era verdad. En su casa había un aguamanil cercano a la entrada de la vivienda que no se sabía si su procedencia era como los juguetes, encontrado en la basura o que pertenecía a su abuela. Éste se asemejaba a una gran tetera de porcelana desconchada que hacía juego con una palangana grande como una tina. El mueble con un espejo lleno de manchas porque apenas tenía azogue, al parecer era de madera noble y despintado por los fregados que le daban con lejía a cada momento. La abuela siempre comentaba que esa palangana había visto culos de todas las edades, mayormente de niños de la familia. En éste aguamanil el hombre se lavaba cada día medio cuerpo antes de entrar a la casa; era la orden disciplinaria impuesta y obedecida por su esposa, más limpia que los chorros del oro, decían.
El hijo del criador de marranos junto a los demás niños teníamos las cometas confeccionadas con trozos finos y lijados de cañas, también con guitas y con engrudos que pegábamos al papel de colorines comprados al bueno de Guillermo en la papelería La Española. Las cometas revoloteaban al viento fuerte en el cielo de Ataque Seco. Los papelillos con mensajes a las niñas volaban encarrilados por la cuerda hacia el cielo desde el nacimiento del ovillo. Las colas, que servían de contrapeso, hechas de tiras de harapos parecían gigantescas serpientes voladoras que majestuosas saludaban a los soldados artilleros apostados en la alambrada de su Destacamento de Artillería de Costa. Más de uno de éstos soldados nos devolvían las cometas cuando caían dentro del recinto. Desde el otro cerro, el de la “Bola del Mundo”, cercano a la solitaria vivienda de un señor de grandes mostachos, que vendía periódicos, otras cometas peleaban con las nuestras a ver cual de ellas llegaba antes al mar o a la calle de Castellón, según la dirección del viento. Era un juego de colores que cada día ventoso aparecía en el cielo riéndose de todos nosotros. Recuerdo que uno de nosotros tenía una cometa gigantesca que para echarla a volar tenía que venir su padre. Cuando ya estaba en el cielo se la dejaba amarrada a la pequeña caseta del grifo de agua y todos queríamos manejar la cuerda. Era fantástico tener en tus pequeñas manos de niño una cometa de persona mayor. Una de las veces esta misma cometa tuvo la desgracia de caer en un patio cercano a una cuadra donde el vecino se encontraba agachado y con los pantalones por las rodillas haciendo sus necesidades perentorias. El niño propietario de la cometa ya no volvió a verla jamás. Yo pienso que el vecino que se encontraba en posición cagona al vernos a cuatro “andarríos” asomados a las tapias de su patio no le sentó nada bien y quizás usara el papel de la cometa para la higiene anal como castigo. Hoy cuando peino una cabeza blanca de canas me pregunto dónde encajaba aquél niño, el hijo del recogedor de desperdicios, si en la imbecilidad o lo sublime. Era tan simple y emocionante cuando contaba historias, todas inventadas. Decía que era su abuela, muy ilustrada ella, la que se las contaba desde pequeñillo para que la burricie no le penetrara en la sesera.
Cuando se es un niño lo que lees te enseña el espíritu aventurero que llevamos dentro; cuando eres un muchacho adolescente ya te identificas comprendiendo lo que está ocurriendo a tu alrededor, y cuando cumples la edad de adulto ya entiendes mejor la historia de lo que estás viviendo. Es muy parecido a la impresión que te llevas el día que andas por una calle recordando su magnitud de cuando eras pequeño; como a mi me ocurrió hace años con la calle Duque de la Torre. De niño te parecen anchas y largas y las personas mayores las veías mirándolas hacia arriba, y ya de mayor te parecen callejones angostos y a esas mismas personas, algunas ancianas, las miras desde arriba. Pero lo mas angustioso es cuando se vuelve al cabo del tiempo a Melilla, como me comentaba un amigo, encontrándose a veces la sonrisa de un niño que no conocía al marchar o las terribles y espantosas ausencias de muerte de seres queridos.
Había una niña rubilla que vestía siempre vestido enterizo con una cinta en la cintura pareciendo que llevaba una pequeña correa, herencia de un hábito de la Virgen del Carmen que su madre llevó antaño por un hermano muerto en el Movimiento. Los ojos le bailaban al compás de sus labios cuando hablaba. Su sonrisa te salpicaba contagiándote siempre su desbordante dulzura tan sincera. En ella era raro verla llorar. Tenía una particularidad entre todos los niños y niñas del barrio; siendo femenina como ella era capaz de ser con nosotros, los niños, jugaba a cualquier cosa que hiciéramos. Lo mismo llevaba un trompo que servía de portera en un “glorioso” partido de fútbol. No le daban miedo las lagartijas ni los escarabajos con que solíamos jugar.
Sirva este humilde artículo de homenaje a todos los niños melillenses de la década de los cuarenta y de los cincuenta. En particular a mi esposa Ana y a mis hermanos, y como no a los amigos de siempre, que saben que desde esta otra orilla los recuerdo con todo mi cariño.
Reciban un saludo.
Juan J. Aranda
Málaga 31 de mayo de 2003
El hombre poseía una ventruda damajuana que siempre estaba llena de vino clarete de Casa de Ventaja, en la Plaza de Toros. La llenaba allí porque decía que en su barrio había muchas lenguas misóginas de hombres (machistas quería decir) y viperinas de mujeres. Siempre iba montado en un pequeño carro tirado por un borrico dando barquinazos por todas las calles, “Qué hombre más tranquilón”, decían; pero lo que mucha gente ignoraba es que iba medio dormido por la “jumera” que casi siempre llevaba encima. Él decía que recogía la detritus de la civilización melillense. El hombre sabía hablar muy bien y no le agradaba que le tomasen por recogedor de desperdicios para los marranos que criaba en unas cochineras en la Cuesta de la Viña. Uno de sus hijos, el más chiquitillo, siempre tenía buenos juguetes para aquéllos años de escasez. Los demás niños, crueles y envidiosos, le decían que su padre los recogía de la basura, cuando al parecer era verdad. En su casa había un aguamanil cercano a la entrada de la vivienda que no se sabía si su procedencia era como los juguetes, encontrado en la basura o que pertenecía a su abuela. Éste se asemejaba a una gran tetera de porcelana desconchada que hacía juego con una palangana grande como una tina. El mueble con un espejo lleno de manchas porque apenas tenía azogue, al parecer era de madera noble y despintado por los fregados que le daban con lejía a cada momento. La abuela siempre comentaba que esa palangana había visto culos de todas las edades, mayormente de niños de la familia. En éste aguamanil el hombre se lavaba cada día medio cuerpo antes de entrar a la casa; era la orden disciplinaria impuesta y obedecida por su esposa, más limpia que los chorros del oro, decían.
El hijo del criador de marranos junto a los demás niños teníamos las cometas confeccionadas con trozos finos y lijados de cañas, también con guitas y con engrudos que pegábamos al papel de colorines comprados al bueno de Guillermo en la papelería La Española. Las cometas revoloteaban al viento fuerte en el cielo de Ataque Seco. Los papelillos con mensajes a las niñas volaban encarrilados por la cuerda hacia el cielo desde el nacimiento del ovillo. Las colas, que servían de contrapeso, hechas de tiras de harapos parecían gigantescas serpientes voladoras que majestuosas saludaban a los soldados artilleros apostados en la alambrada de su Destacamento de Artillería de Costa. Más de uno de éstos soldados nos devolvían las cometas cuando caían dentro del recinto. Desde el otro cerro, el de la “Bola del Mundo”, cercano a la solitaria vivienda de un señor de grandes mostachos, que vendía periódicos, otras cometas peleaban con las nuestras a ver cual de ellas llegaba antes al mar o a la calle de Castellón, según la dirección del viento. Era un juego de colores que cada día ventoso aparecía en el cielo riéndose de todos nosotros. Recuerdo que uno de nosotros tenía una cometa gigantesca que para echarla a volar tenía que venir su padre. Cuando ya estaba en el cielo se la dejaba amarrada a la pequeña caseta del grifo de agua y todos queríamos manejar la cuerda. Era fantástico tener en tus pequeñas manos de niño una cometa de persona mayor. Una de las veces esta misma cometa tuvo la desgracia de caer en un patio cercano a una cuadra donde el vecino se encontraba agachado y con los pantalones por las rodillas haciendo sus necesidades perentorias. El niño propietario de la cometa ya no volvió a verla jamás. Yo pienso que el vecino que se encontraba en posición cagona al vernos a cuatro “andarríos” asomados a las tapias de su patio no le sentó nada bien y quizás usara el papel de la cometa para la higiene anal como castigo. Hoy cuando peino una cabeza blanca de canas me pregunto dónde encajaba aquél niño, el hijo del recogedor de desperdicios, si en la imbecilidad o lo sublime. Era tan simple y emocionante cuando contaba historias, todas inventadas. Decía que era su abuela, muy ilustrada ella, la que se las contaba desde pequeñillo para que la burricie no le penetrara en la sesera.
Cuando se es un niño lo que lees te enseña el espíritu aventurero que llevamos dentro; cuando eres un muchacho adolescente ya te identificas comprendiendo lo que está ocurriendo a tu alrededor, y cuando cumples la edad de adulto ya entiendes mejor la historia de lo que estás viviendo. Es muy parecido a la impresión que te llevas el día que andas por una calle recordando su magnitud de cuando eras pequeño; como a mi me ocurrió hace años con la calle Duque de la Torre. De niño te parecen anchas y largas y las personas mayores las veías mirándolas hacia arriba, y ya de mayor te parecen callejones angostos y a esas mismas personas, algunas ancianas, las miras desde arriba. Pero lo mas angustioso es cuando se vuelve al cabo del tiempo a Melilla, como me comentaba un amigo, encontrándose a veces la sonrisa de un niño que no conocía al marchar o las terribles y espantosas ausencias de muerte de seres queridos.
Había una niña rubilla que vestía siempre vestido enterizo con una cinta en la cintura pareciendo que llevaba una pequeña correa, herencia de un hábito de la Virgen del Carmen que su madre llevó antaño por un hermano muerto en el Movimiento. Los ojos le bailaban al compás de sus labios cuando hablaba. Su sonrisa te salpicaba contagiándote siempre su desbordante dulzura tan sincera. En ella era raro verla llorar. Tenía una particularidad entre todos los niños y niñas del barrio; siendo femenina como ella era capaz de ser con nosotros, los niños, jugaba a cualquier cosa que hiciéramos. Lo mismo llevaba un trompo que servía de portera en un “glorioso” partido de fútbol. No le daban miedo las lagartijas ni los escarabajos con que solíamos jugar.
Sirva este humilde artículo de homenaje a todos los niños melillenses de la década de los cuarenta y de los cincuenta. En particular a mi esposa Ana y a mis hermanos, y como no a los amigos de siempre, que saben que desde esta otra orilla los recuerdo con todo mi cariño.
Reciban un saludo.
Juan J. Aranda
Málaga 31 de mayo de 2003
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