miércoles, enero 04, 2006

Algo sobre una espiritista 25/01/2003

                 ALGO SOBRE UNA ESPIRITISTA Y UN ANTIGUO “PICADERO”


     Cuando yo era chiquitillo conocía a una señora que era espiritista, al menos eso decían mucha gente vecinos de las calles Duque y Castellón.  Ésta señora tenía el semblante de ser una buena mujer, muy cariñosa y afable, pero en la forma de mirarme siempre sentía algo como queriéndome decir que yo era un pillín y la había descubierto.  Ella lo mismo te ponía una cataplasma o una moneda de cobre en un chichón de una pedrada que acababa de darte cualquier chavea, que te endiñaba una cucharada de azúcar con unas gotas del petróleo de su quinqué para que se te curara el resfriado.  Mas de una persona que vivió aquéllos años se acordará del azúcar y del petróleo, y también del papel de estraza calentado con la plancha y lleno de aceite liado en la garganta.  Decían que también curaba las quebraduras a los bebés, poniéndole una venda muy apretada en la ingle y no vean cada vez que al niño tenían que lavarlo; entonces no existían los pañales modernos, solo gasas y trapos que se lavaban centenares de veces.  También imploraba a su hermano Horacio para que resucitara y hablara con su voz cavernosa y ayudara a una muchacha que su novio le había dejado un regalito en su vientre y no quería casarse con ella.  Lo del hermano Horacio nunca supe si era su hermano de sangre o es que era alguien al que ella imploraba con los brazos abiertos: “Hermano Horacio, qué debe hacer ésta buena mujer”; y la buena mujer a lo mejor había ido a pedirle consejo y saber si su marido dejaría de darle al Valdepeñas, iba con dos billetes pequeñillos de los antiguos de a peseta, de los que se veía la Santa María de Colón o los del Marqués de Santa Cruz, como propina, entonces no había línea 900.  También era porque estaba preñada y ya tenía seis hijos y con el marido parado siempre bebiendo en la taberna de Casa Cruz en la calle Margallo, frente a la Relojería Alemana, pero lo que verdaderamente necesitaba ese día eran cincuenta pesetas para poner un puchero de garbanzos con un hueso añejo para que comiera toda la caterva de meones que tenía en su humilde casa.   Como a los niños a veces no se les hace caso ni se les echa cuenta yo me deslizaba hacia su casa (prohibido por mi madre), compuesta de dos habitaciones y una hornilla chica de carbón donde siempre había un cubo muy limpio tapado que era el agua que bebía, agua acarreada de la fuente del cementerio, porque para el retrete y aseo, que estaba en el patio, usaba la del pozo. Como digo, yo me deslizaba por su pequeño patio junto al pozo para verla echar las cartas en la habitación en penumbra al atardecer.   Siempre era a esas horas, la de las brujas, pero yo creo que era mas bien porque no tenía luz eléctrica y con la habitación a media luz, con varias fotografías color sepia de familiares colgados en la pared húmeda, toda la mesa llena de mariposas encendidas, y el silencio que imponían sus ojos cerrados era algo que me fascinaba y me imponía mucho; como si fuera un velatorio, de estos silenciosos donde nadie se atreve a decir ni pío, pero sin el muerto, y más cuando oía una voz ronca que contestaba algo así como que la señora preñada con su niño en brazos debía obedecer a su marido.  Ahí ya era cuando te acojonabas de verdad.  Sobre la voz ronca siempre supe que era la de ella pero de la forma que decía las frases parecía que venía de ultratumba.  La mujer que había ido a visitarla salía toda llorosa y sin entender porqué debía obedecer a su marido, un hombre que siempre la tenía con un niño pateando en el interior de su barriga y media docena detrás como los patios del Parque Hernández.  
     Había otra señora que alquilaba habitaciones en su casa a ratos a señoras y a señores que hacían sus tratos  en una de las habitaciones interiores,  pero ésta de espiritista no tenía ni un pelo, ni tampoco en las cejas ya que se las depilaba hasta dejarlas calvas, notándosele una raya pintada de negro con un lápiz.  En sus tiempos de juventud debió ser una belleza porque a pesar de su vejez era una mujer hermosa y elegante en sus maneras.  Qué tiempos aquéllos cuando los niños observaban a una señora muy elegante llegar en un taxi, bajarse y correr furtivamente hacia la puerta de ésa casa, y al rato ver llegar a un señor bien vestido y hacer lo mismo. A veces los niños cronometraban el tiempo transcurrido y lo menos que tardaban en el “trato” era una media hora; luego la pareja salía andando, por supuesto por separado, y otras la dueña de la casa enviaba a un niño a la calle de Arturo Reyes o la de Cándido Lobera a por un taxi en el que salía la pareja con dirección desconocida.  A los chaveas les gustaba hacer ese recado porque se paseaban en un coche desde la parada hasta la casa en cuestión y además se llevaban una propinilla, otras no hacía falta que un niño fuera a por el taxi, éste venía a una hora convenida y al momento salía la pareja tan contenta y tan campante; él con su pistola galvanizada y ella mas contenta que unas pascuas; así cualquiera, a ver.
     Reciban un saludo

                                        Málaga 25 de enero de 2003
                                        Juan J. Aranda